Subíamos al colectivo, bajábamos por las avenidas. Transbordo -no contábamos con la existencia de dos ramales diferentes-. Y volvíamos a subir al colectivo y bajar por las avenidas, congestionadas, opresivas; cruzar a la derecha -claramente después del tránsito- pero era a la izquierda, hasta al fin pasar por la comisaría para llegar. Tal fue el recorrido desde la ciudad salvaje al Fogón de los Arrieros de Leonardo Gotleyb; entonces, el aire devino puro como en la Plaza 25 de Mayo, impregnado de un aroma a naturaleza que copaba la casa entera y que descansaba en su jardín, como si se tratase de una pequeña porción de Impenetrable.
Pensaba, mientras no dejaba de ver las paredes del taller convertido en Gabinete de Maravillas, cómo habría sido el paso de la esquina de José María Paz y Ameghino a la cotidianeidad del tránsito y los conventillos, y allí es donde su obra, violentamente como los contrastes entre las tintas y los surcos de la madera, se apoderó de mí: la naturaleza abarrotada de pavimento, el verde convertido en hierro y la ciudad que avanza sobre el hombre, empequeñecido hombre que observa, desde su ventana, las torres y los tensores del Puente Avellaneda. Cómo no añorar, entonces, aquellos años donde todavía las calles olían al Paraná y al madrejón de la Isla Cerrito, mezclado con unas pizcas de lapacho y quebrachal; cómo no sentir asombro ante el fierro que va cubriendo poco a poco, enmascarado de desarrollo, los caminos del tatú, el taguá y las vizcachas, ahora convertidos en un espinoso chaparral…
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