En 1952, David Tudor presentó, frente a miles de oyentes, la última pieza musical de John Cage. Entonces, subió al escenario, se sentó frente al piano y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos hizo ademanes sobre las teclas, sin tocar ni siquiera una de ellas, hasta por fin retirarse con el aplauso cerrado del público. Fácilmente reconocible por la crítica, el gesto hermenéutico de la obra de Cage presenta un contenido oculto que sólo mediante un posterior trabajo de significación podría ser “revelado”; y así se dirá entonces que Tudor y Cage seguramente habrían buscando hacer comprender la importancia del silencio en cuanto a la valoración de los sonidos ordinarios y extramusicales que lo rodean, o mismo, que a través del silencio, lo cotidiano se habría vuelto música.
Claramente la domesticación de la obra que genera este tipo de trabajo interpretativo, y que se habría tornado una práctica habitual del filisteísmo de la crítica artística, puede responder sólo a una lógica inscripta dentro de los parámetros modernos de “materialización de un discurso previo” o, en otras palabras, de “contenido oculto en la forma”; así, a partir del prejuicio de una discrepancia entre el significado evidente y las posibles exigencias del receptor, el contenido latente DEBE ser descubierto por el crítico tras el contenido manifiesto. Pero el fin de la modernidad ha puesto a la crítica hermenéutica en un problema: la muerte del sujeto que preveía Foucault sumada a la muerte de los grandes relatos que luego trataría Lyotard han logrado que este tipo de “traducciones” mueran a la par de los discursos artísticos previos; por lo tanto, si los modelos de profundidad modernos respondían al sistema representacional del clásico binomio forma/contenido, donde la obra se constituye como símbolo, el modelo posmoderno -ahora huérfano de contenido- responderá a una afirmación tautológica como signo de signos mismos.
Con todo esto, ahora sí por fin podremos llegar a las claves del entendimiento de esta obra la cual, envuelta en las promesas de Oldemburg -y que Warhol y Morris llevarían al extremo-, se inscribe en ese literalismo pop estadounidense que termina finalmente por desarticular la lógica metafórica moderna para llevarnos a la plasmación del signo por el signo, directo y sin escala. En ella, el modelo de profundidad ha sido reemplazado por la superficialidad más pregnante, negando así la existencia de cualquier discurso previo a su condición fenoménica, y el gesto hermenéutico se ha convertido en un anonimato del gestualismo donde el sujeto-autor fue borrado casi por completo. Mediante la singularización y el aislamiento del asunto que ha cooptado, termina desembocando tautológicamente en una obra que no es más que la obra misma: así como la imagen es la imagen, la obra es la obra. De esta forma, niega el contenido, niega el gesto y niega al autor presentando literalmente una figura descontextualizada a la manera de un ready-made duchampiano, para terminar negando cualquier intento de interpretación crítica o significación posterior. Ya lo decía el gran Maestro: “si quieren saberlo todo sobre Andy Warhol, miren la superficie: en la superficie de mis pinturas, de mis películas, de mí mismo, es ahí donde estoy.”
Pero claramente la pregunta termina siendo ¿Cómo entender entonces a la obra cuando la posmodernidad ha disuelto por completo todos los sólidos en donde la crítica solía hacer pie? Seguramente la respuesta se encuentre luego de un cambio necesario en la lógica de ese entendimiento crítico; y sólo así se podrá ver que la imposibilidad de interpretación por la falta de contenido, no implica necesariamente la falta de posibles asociaciones que se establezcan a partir de la superficialidad y el literalismo mismo de la imagen. Entonces, la banalización del discurso tras la forma se terminará por asociar a esa vitalidad y esa fuerza visual de la publicidad contemporánea preocupada más por el envase que por su contenido, propio de la sociedad de consumo actual; y el vacío develará, de alguna manera, las condiciones del consumismo forzado y la final desaparición de aquel sujeto que, si alguna vez pudo ser activo, ahora se ha convertido a la llana pasividad del mero espectador. Pues, si existe un intento de maquinización en el gesto, de escisión en la autoría, de banalización del tema -que impedirán cualquier tipo de significación contenidista- también ese anti-gesto logra gritar, de alguna manera, ‘la realidad es así y yo la muestro… con indiferencia’.
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