Llegando entonces a la Posmodernidad, cualquier cosa puede ser considerada arte. Y tanto es así que ante la universalidad y la dilución de la barrera de contención que antes mantenía a lo artístico dentro de un círculo enaltecido y separado de la cotidianeidad, provoca que el mismo concepto vaya evaporándose hasta dejar de existir. En cierto sentido, es así y no soy el primero que lo dice. Ya Hegel hablaba del fin del arte y mucho más cercano a la actualidad, Danto lo confirma. Pero fin, no como muerte, sino como final de un movimiento dialéctico que lo hace ir hacia adelante; un movimiento guiado por una lógica de oposición-aproximación que llega a su fin en la posmodernidad. Luego la lógica pareciera detenerse o, por lo menos, no continuar. Este es el momento clave del desentendimiento. Es aquí donde la lógica cambia, donde la barrera de la cotidianeidad está completamente disuelta y donde el problema del concepto, donde la pregunta ¿Qué es el arte? aparenta no tener solución.
En el Renacimiento forma y asunto se mantienen unidas, digamos, como un signo saussuriano: significado y significante como dos caras de una misma moneda, no existiendo sino unidos. La forma contiene al asunto tan perfectamente como resistencial; la obsesión por la perfección se traduce en la obsesión por la estructura. Es entonces donde podemos relacionar a la obra artística como comunicacional: existe un mensaje, un emisor, un receptor y un código en común.
Pero a partir del siglo XX - y podría extenderlo a finales del XIX- forma y asunto colisionan y se separan. El arte moderno ya no es comunicación, no es lenguaje: tenemos un emisor, un receptor y un mensaje mas no un código en común, perdiendo entonces la cualidad de comunicar. A cambio, el inconsciente es presentado y la representación mimética del Renacimiento comienza a quedar atrás en la historia. Así es que entiendo, entonces, a la obra de arte moderna como la puesta en escena de una materia significante huérfana de un significado que cierre y que la complete.
Remarco: “puesta en escena”. Es interesante entenderla como contenido manifiesto, como mera apariencia: en la Modernidad lo aparente se presenta estéticamente, pero incompleto, necesitado de un significado. Si en el Renacimiento (y antes también) idea y materia, forma y asunto, se mantienen unidos censurando lo inconsciente, en la Modernidad se presentan escindidos, y esto es precisamente por la presentación compulsiva de ese inconsciente que se busca conocer, aunque enmascarado. El artista da cuenta de algo oscuro que lo perturba y se inspira en él, pero sólo presenta una masa significante caótica, enmascarada por mecanismos defensivos, que busca un significado para completar el signo. La obra moderna se presenta, entonces, como la vía regia hacia la profundidad del inconsciente del artista y cuya función principal será lograr la realización (simbólica) de su deseo; la obra “le sirve”, “lo satisface” aunque simbólicamente, para completar su falta y curar la angustia. Entonces la forma resistencial que primaba en la pre-modernidad y el asunto se desarticulan, dejando de formar una estructura.
En la posmodernidad ya es parte del pasado intentar encontrar una estructura como intentar encontrar un código. Ya no se intenta romper/luchar contra la estructura como en la Modernidad; la carencia de significado ya no es el problema. El problema ya no gira en torno a la falta del significado sino que se acepta la incapacidad de la completud del signo. Pareciera que si en la Modernidad se castiga al signo y se lo enjuicia, en la posmodernidad se lo sobresee; el artista se resigna a la búsqueda de un significado que nunca se encontrará, creando (y ya no “presentando”) una masa significante estética pero vacío, pura, sin significado. Y nosotros, hombres-espectadores modernos que hemos quedado girando en una lógica pasada, seguimos intentando atribuir un significado a ese significante yecto, arrojado, para lograr una estructura que jamás aparecerá.
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